Hubo un tiempo en donde no sabíamos dónde estaban las personas que nos interesaban. No había teléfonos móviles, por lo que no podías contactarlos y mucho menos rastrearlos. Cuando alguien te gustaba había dos opciones, una era que tuvieras la suerte de que asistiera a tu misma escuela, la otra, es que no. En cualquier caso, tenías que esperar para verle.
Si te interesaba saber qué le gustaba, no podías ir a su perfil en Instagram, lo que de alguna manera u otra te obligaba a hablarle o pedirle a tu mejor amiga que le preguntara, incluso, podías acudir a otras técnicas más sofisticadas como el chismógrafo y dejar sutilmente una pregunta que te dejara saber si eras correspondido.
Es verdad, “había mucha falta de información”, pero esa escasez te hacía cuestionar si realmente esa persona valía la pena, al menos para ti.
Si querías capturar un momento y tenías el suficiente dinero para tener una camara fotográfica, te pensabas cada foto que tomabas porque “revelar el rollo” era un lujo y lo era aún más, el tener que esperar y descubrir con sorpresa cuantas de las fotos realmente habían salido como pensabas. Quizás de manera inconsciente, como ocurren muchos de los fenómenos sociales, nos tomábamos el tiempo con mucha más cautela.
Es paradójico que esté justo escribiendo todos estos pensamientos y recuerdos en una computadora, conectada a Internet. Pero es quizás por eso que lo hago. Estoy en un lugar con una vista espectacular al Lago de Chapultepec. Es temprano así que no hay nadie, soy la primera persona en llegar, lo que me permite contemplar el momento, el único ruido son algunos pasos y la gente que suele venir a correr.
No sé si es el silencio, pero me lleno de nostalgia porque de alguna manera este momento es volver a ese tiempo en el que no había Internet, no había WhatsApp, es más no existía ni el SMS.
Había muchas cosas fuera de nuestro control y por más contradictorio que eso parezca, gracias a eso, teníamos más libertad. No había presiones por ver la última serie, por saber cuántos eventos te habías perdido. Sí, quizás no podías escuchar toda la música del mundo, pero la que escuchabas tenía un especial significado. Y así con cada cosa, todo era de algún modo…, especial.
De todo esto, lo que me parece más relevante es que podías estar contigo sin necesidad de tratar de llenar el espacio vacío. Recuerdo que en mí familia, siempre fui la primera en despertar. Al hacerlo, lo primero que hacía era mirar el techo de tirol y comenzar a buscar figuras, podía estar horas haciendo eso. No sentía ninguna necesidad de sumergirme en la pantalla de un teléfono móvil. Además, si quería, podía darme el lujo de aburrirme.
Vuelvo al presente… Hay un joven preguntándome si ya estoy lista para ordenar y agrega a su pregunta si todo se encuentra bien. No sé si es porque es extraño que una persona se quede absorta en sus pensamientos en lugar de mirar su teléfono móvil o por la cara tan extraña que pongo cuando me pierdo.
El punto es que, a cambio de una módica cantidad, hoy tenemos a la mano la mayor parte de la música existente, tenemos series, películas, audífonos que nos permiten aislarnos totalmente del mundo, teléfonos inteligentes, relojes inteligentes y aun cuando todo tiende a estar en caos, nos hace sentir que tenemos el control. Pero eso no es más que una ilusión, no es el control, es la cantidad de tiempo que perdemos de nuestra vida, intentando controlar todo.
Quizás no soy la mejor persona para hablar de esto, ya que, por mi trabajo, gran parte de mi vida se trata de intentar estar al tanto de todo. Sin embargo, eso no me impide ver lo paradójico que es vivir en un mundo donde la omnipresencia de la comunicación constante ha socavado nuestra habilidad para comunicarnos efectivamente, donde poder acceder de inmediato a una amplia gama de opciones de entretenimiento nos deje con tan pocas opciones para ver y, sobre todo, en un mundo donde todas las promesas que nos hizo la tecnología no se cumplieron, al menos no en gran medida. Por ejemplo, la tecnología prometió que íbamos a tener más seguridad y bueno, está de más decir que no ha sido así.
Nos faltan restricciones, no desde el punto de vista prohibitivo sino desde el punto de vista creativo, restricciones como cuando no había Internet y tenías que ingeniártelas para aprovechar o malgastar tu tiempo.
La sobreabundancia de opciones que hemos llegado a adorar puede, en realidad, generar una sensación de vacío y falta de autenticidad.
Y al parecer, para contrarrestar esta abrumadora sensación, nos hemos abrazado de términos como la curaduría, pero la mayoría de las veces, caemos en las trampas de los filtros burbuja y volvemos a ese mismo sitio para navegar entre la inmensa cantidad de bienes de consumo, solo para darnos cuenta de que al final todos hemos comprado la misma cafetera, la misma lámpara o la última misma cosa “del momento”. Buscamos tener todas las opciones disponibles, pero también desearíamos que alguien se hiciera cargo de la abrumadora tarea de acomodarlas. Tal vez, por esa razón, le hemos dejado esa tarea a los algoritmos.
Lo escribía ayer en mi Twitter (no me importa que ahora se llama “X”), cuando todo está al alcance de la mano, toda la información, todo el conocimiento y todo el entretenimiento, nada parece tener un valor intrínseco. El problema con eso es que no solo dejamos de valorar el esfuerzo que conlleva la creación de algo sino dejamos de valorar a la persona detrás de ese esfuerzo.
La pregunta final que dejo sobre la mesa es, ¿cómo podemos volver a la experiencia de descubrir cosas nuevas, conocer a gente nueva, explorar lugares y vivir experiencias inéditas con menos? Menos redes. Menos correos electrónicos. Menos fotos en Instagram. Menos pantallas. Menos libros (pero más releídos). En síntesis… Menos opciones.